Artischock

Memorias, crónicas y declaraciones de amor (por el arte). Blog de Leticia Obeid

2014/11/17

Los gestos diarios

Texto para la muestra "Línea de producción", de Paula Masarutti en el Museo del Ladrillo, La Plata, noviembre de 2014

En 1934 Simone Weil, una profesora de filosofía proveniente de una refinada familia burguesa parisina, dejó las comodidades de la vida académica para entrar a trabajar en la fábrica de Alsthom en París, y luego en la Renault, en la convicción de que sólo atravesando la experiencia en primera persona, podía llegar a dar cuenta de las condiciones del trabajo industrial de su época. De esa vivencia nació La condición obrera, quizás uno de los testimonios más cercanos y reflexivos sobre el tema. En su diario de los días de fábrica, incluido póstumamente en esa publicación, dice:
“No sólo es preciso que el hombre sepa qué hace, sino que, a ser posible se de cuenta de lo que hace, que se de cuenta de la naturaleza modificada por él.
Que para cada cual, su propio trabajo sea un objeto de contemplación.”

Es difícil aún hoy superar las hazañas de esta verdadera heroína moderna, en parte porque las condiciones del trabajo industrial ya no son las mismas. Sin embargo creo que la obra de Paula Masarutti logra tocar algunas de esas premisas.
En primer lugar, Paula va al lugar de los hechos, a ver y oír por su propia cuenta y a conversar con los protagonistas de una forma de trabajo que está a medio camino entre la producción industrial y la artesanal. Conoce a los operarios. Lo primero que hace al mostrarme el video es presentármelos por sus nombres, y contarme lo que cada uno realiza en la fábrica: uno opera el montacargas (Angel o “Chupete”) y el otro saca ladrillos de la cinta (Hugo). Les propone que hagan, para ella, los gestos de su oficio. Ellos acceden y, sobre todo, mantienen la palabra entre cada encuentro. Con el tiempo se suma un tercer operario, y luego aparecen los mecánicos.
Los mecánicos pueden comprender muy bien lo que todos hacen y qué significa el rol de cada uno en el conjunto. Y resuelven problemas todo el tiempo, con mucha flexibilidad porque su trabajo no es rutinario. Mas bien se adaptan todo el tiempo a los accidentes de las máquinas, y a los avatares del mantenimiento de un mecanismo que no se detiene nunca. En común todos sienten mucho orgullo de la fábrica.
Ella dice “me dieron una clase de fábrica”.
Paula les pregunta por la historia de la fábrica de ladrillos Ctibor, que está entrelazada con la historia de La Plata, la ciudad que ella ama y habita. Se podría decir que todo lo que Paula hace está fuertemente teñido de amor (otra coincidencia con la filósofa) y así toca, percibe y piensa las cosas y hace arte. Quizás por eso logra hacer este singular retrato de un trabajo, un espacio, unos hombres; logra hacerlos jugar, con toda seriedad, y nos regala algo que a todos nos hace falta: la posibilidad de contemplar un espacio y un mundo que no conocemos, de contemplar y pensar, ver la belleza de los gestos y también pensar en la repetición de los gestos; en el cómo los cuerpos memorizan un esquema. ¿Quiénes forman la línea de producción? Ellos. ¿Cómo ocupan el espacio? Así. ¿Cómo se ponen de acuerdo? Con palabras ¿Cómo reemplazan el sonido de la máquina? Lo copian con la voz.
Miremos y escuchemos juntos: en la contemplación de estas imágenes y sonidos que nos ofrece Paula, nos aguarda un tesoro.




Buenos Aires, junio de 2014.

El objeto rebelde

Sobre la muestra "Las fuerzas predominantes", de Eugenia Calvo, en Galería 713, año 2009. Publicada en Revista Planta, 2009. 


As coisas têm peso
Massa, volume, tamanho
Tempo, forma, cor
Posição, textura, duração
Densidade, cheiro, valor
Consistência, profundidade
Contorno, temperatura
Função, aparência, preço
Destino, idade, sentido
As coisas não têm paz
Arnaldo Antunes

En los manuales de diseño industrial para estudiantes novatos, la primera forma de clasificar un objeto es según su función: de uso, de cambio, simbólico o bien producto masivo/artesanal/ artístico. He aquí una manera, amable y tranquilizadora de ordenar  un universo infinito. El otro factor que contribuye a esta división en tres esferas es la forma de producción de los mismos, graduada por su relación con la unicidad:
-objetos industriales, planificados enteramente antes de ser fabricados en serie.
-objetos artesanales, manufacturados frente a los ojos de su productor, con posibilidades de correcciones y modificaciones en el proceso.
-objetos artísticos, a esta altura difícilmente descriptibles en una sola frase: digamos que pueden tener rasgos de los dos anteriores, mostrar cierto grado de inmaterialidad y a la vez postularse como únicos.
Como sea, todos comparten un rasgo pesadillesco: proliferan sin cesar a nuestro alrededor; nos atan, nos hacen tropezar, compiten con nuestros cuerpos por la ocupación del espacio, atiborran computadoras, placares, alacenas, viviendas, vidrieras, la calle y el campo (Lacan llamo a esto las letosas : “los pequeños objetos a minúscula que se encontrará ahí, sobre el asfalto en cada rincón de la calle, esa profusión de objetos hechos para causar su deseo”). Condicionan nuestra memoria, generan deseo, recuerdos, apegos y luchas de todo tipo. Las cosas, como las canciones, nos hacen creer que somos sus primeros amos, y que nadie antes las supo tocar u oír como nosotros.
En la búsqueda por mensurar las distancias entre ellos y nuestros gestos, se construye “Las fuerzas predominantes”, la obra más reciente de Eugenia Calvo, mostrada en la galería 713, Buenos Aires, entre septiembre y octubre de este año.
En las dos salas principales, Eugenia distribuye una serie de construcciones enigmáticas; muebles y objetos cortados, encastrados, pegados, formando nuevos dispositivos cuya función es, por la transformación, difícil de imaginar. En algunos casos se transparenta una pulsión de clasificación (por tamaños, formas, volúmenes); en otros vemos directamente la barricada en su forma pura, un tipo de ingeniería civil para la detención de la circulación, montañas de muebles, diques del movimiento –una acción con la que Eugenia viene trabajando desde hace mucho tiempo-; en la segunda sala dos monitores de tv pasando unos videos en loop quedan escondidos en una especie de boxes para observar. El espectador puede refugiarse allí, sentarse a ver el movimiento continuo que contrasta con la quietud inestable del espacio. ¿Colores? Bien, gracias; azul y verde para todos, no hay más, no pidan más, las opciones no pueden ser infinitas, mejor conformarse con esto, que para sorpresas ya está la vida misma (como en su trabajo “Un plan ambicioso”, esa tacita tan preciosa puede rajarse espontáneamente; aquel jarrón que reposa en la mesita de café, explotará como una bomba molotov, y los platos de porcelana colgados de la pared son proyectiles muy veloces).
El siglo de las fundas
Walter Benjamin dice, en el Libro de los Pasajes (Ed. Akal, Madrid, 2005, p. 239), que el siglo XIX inventó la funda. Cada objeto puede ser cubierto y protegido por su estuche, y esto se aplica en las diversas escalas del habitat: la vivienda es un estuche para los objetos, el edificio lo es para la vivienda. A mitad de camino entre la primera revolución industrial y sus traumas, en el siglo XVIII, y los eufóricos planes de diseño total, en el XX, el siglo XIX transita con horror y fascinación un cambio en la relación con la naturaleza y con los entornos humanos, que se filtra inevitablemente en la relación con los objetos de uso cotidiano. No es por eso casual que la vajilla pintada de azul, que Eugenia usa en sus videos y que utilizó en una serie de fotografías titulada  “El método tradicional”, tengan el poder de hablarnos de algo que reconocemos como familiar. Sobre esos paisajes, construidos en clave de una representación que ligamos inmediatamente al “siglo de las fundas”, nubes de puré y bocados de carne se asoman como tormentas amenazantes. O sea, los platos están hechos para depositar comida sobre ellos, nada hay más básico que esto. Las imágenes que adornan estos platos también nos parecen del orden de lo normal. Ahora bien: si miramos atentamente antes del primer bocado,  la relación entre el objeto, su uso y su contenido, se ve trastocada por la presencia de la imagen.  Es la imagen la que interrumpe, con su ficción, la relación primaria entre alimento, continente, y consumidor. Las figuras humanas que pasean por el parque, de repente se ven invadidas por unas bolitas de papa, y los castillos azules se manchan con la grasa de una jugosa piel de pollo. En esta situación, la comida y el comensal se desencuentran por culpa del ornamento. O por lo menos encuentran otro tipo de relación.

Inconsciente colectivo
Rosario se modernizó arquitectónicamente en el siglo XX, al igual que Buenos Aires, siguiendo las líneas que el barón Haussmann había trazado para París en el siglo XIX, creando las grandes avenidas diagonales que, además de destruir la estructura e identidad medievales de la ciudad, servían para que la caballería llegara más rápido a los focos rebeldes que por esos días armaban una barricada en dos minutos.
¿Es posible que, junto con esas formas urbanas importadas, haya llegado subrepticiamente otra información, como si dijéramos: en una carretilla de humus vienen las semillas de las plantas comestibles junto con algunos restos de malas hierbas que también se reproducen en el medio?
¿Pueden los objetos enseñarnos la rebeldía?
En esta obra de Eugenia Calvo, los protagonistas de la performance son los objetos mismos, que han sido dispuestos e intervenidos por una voluntad y una fuerza física humanas, sí, pero el cuerpo ha pasado a un segundo plano. Con esto, la artista ha logrado un antiguo plan: desaparecer.  En esta renuncia, aparentemente ascética, radica una propuesta muy fuerte: al quitar el cuerpo quedan sólo los objetos, pero ellos narran mil historias, espejan esa ausencia en el espectador, interpelan. Hay en estas construcciones un sistema tan riguroso de disección de las emociones, los gestos y el repertorio de acciones que, desde las superficies pintadas de sintético –ese material impenetrable por naturaleza- traspira todo un universo sentimental. Finalmente estas cosas enmascaradas han dejado de ser fundas, estuches, y han pasado a ocupar el lugar principal de un diálogo novelesco, donde lo que vemos es el equilibrio ganado, provisoriamente, en el cruce de unas fuerzas que actúan en diferentes direcciones . “Las fuerzas predominantes” logra, en dos actos, hacer que las cosas nos hablen, incluso cuando ya nos volvimos a casa y nuestro pequeño paisaje doméstico se muestra repentinamente vivo.



Alucinamos una ciencia personal

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Apuntes sobre un diálogo con Ignacio Amespil
Publicado en revista Planta, 2009                                                                                           


Esta tirada no se completará nunca, es al mismo tiempo menor y mayor que el infinito, ese número mental localizado, radiografiado, como la obtención de un vaso de agua pesada. Las infiltraciones de sustancia blanca y gris influyen en el peso de los sistemas. El objetivo absorbe fisiológicamente la visión. Olviden la cuenta regresiva video-popularizada, porque ya izamos el infinito de manera práctica y sin la utilización de grúas pesadas: él está en órbita, en aquella cápsula de plomo.
Buena suerte.
Esta advertencia es matemática.
                          Ricardo Basbaum[i]



Las colaboraciones entre arte y ciencia se suelen celebrar como un encuentro indiscutiblemente benéfico. Las instituciones las promueven, estimulan y premian. Desde los concursos que financian empresas de telecomunicaciones, hasta las más nuevas formas de producción y experimentación tecnológicas en la que los artistas asumen el modelo de inventores, pasando por el llamado “arte digital” o las experiencias ligadas a la biotecnología, en general se acuerda en que estos dos respetables campos de la actividad humana se llevan intrínsecamente bien.
Sin embargo, arte y ciencia no crean subjetividad de la misma manera ni con los mismos fines. Es más, desde ciertas perspectivas críticas, están en lugares opuestos. La visión más corrosiva de que disponemos sobre la ciencia suele provenir del psicoanálisis y, sin entrar en temas que nos exigirían el manejo de unos conceptos muy codificados y un vocabulario extremadamente específico, podemos detenernos en una definición proveniente del mismo: la ciencia como discurso de un saber sin sujeto, pero que no obstante oculta el artificio con el que se sostiene: una garantía de lo sagrado.[ii]
Entonces, tenemos por un lado una producción artística que se alía con la ciencia, sea buscando un cobijo institucional, o adoptando una agenda algo oportunista  si se quiere, con los temas de época. Pero luego podemos sutilmente diferenciar producciones que tocan el problema, lo atraviesan o lo desmenuzan, apropiándose de las herramientas de la ciencia o subvirtiendo sus reglas.
Ignacio Amespil trabaja en esa segunda línea y a lo largo de este texto vamos a ir analizando algunos ejemplos de éste, que es sólo un aspecto de su hacer.
Amespil estudió en la Escuela Prilidiano Pueyrredón, donde transitó por las materias típicas de la formación artística académica: escultura, pintura, grabado, dibujo, historia. Hacia el final de esta fase formativa irían apareciendo algunos rasgos y elementos que constituyen su práctica actual: una búsqueda que se pregunta por el soporte mismo de las imágenes (imágenes mentales, como dice Hans Belting[iii]); un interés en todas las formas de medir, clasificar, catalogar, es decir en prácticas taxonómicas; la inclusión del tiempo como elemento fundamental de cada pieza material; y por sobre todo una actitud lúdica, casi de bricoleur, mezclando los procedimientos del arte con las operaciones provenientes de la ciencia.
La casa-taller de Amespil es como un laboratorio, colonizado por experimentos cocinándose a diferentes temperaturas y velocidades. Pero no pensemos en un laboratorio aséptico y con olor a espadol o a alcohol en gel (el ejemplo más reciente de la relación entre ciencia, medicina, y mercado); no, se trata de un paisaje donde los objetos reposan y circulan alternativamente, en una vital falta de jerarquías. En una mesa conviven tubos, piedras, pedazos de caucho, pastilleros con trocitos de nuez moscada y cápsulas de remedios; libros de geometría, tablas de elementos químicos, manuales ilustrados para construir máquinas, enciclopedias de medidas, diccionarios técnicos; en los estantes, piezas de yeso con diferentes formas pero perímetros idénticos; un vaso con agua y piedras semipreciosas; cuencos con resina sólida, en escamas, o en diluciones diferentes; en la cocina frutos secándose, un cadáver de hipocampo, anotaciones en los azulejos con respecto a la posibilidad de incluir nuevas palabras en el diccionario, como la brillante independer;  en el baño el “Libro de los inventos”, de Isaac Asimov; y en otra habitación una wunderkammer donde los objetos preciosos pueden ser ejemplares minerales, vegetales, souvenires, juguetes, balanzas de joyería, o pedazos de plástico (¿Acaso el plástico no es natural? ¿quién dice?)
FOTO 1
En diferentes procederes, Amespil intenta aplicar lo que él llama “ese efecto científico por excelencia”, la taxonomía, a fenómenos y cosas tan diversas como una piedra, un animal, un transistor,  desechos, o palabras.
Ejemplos:
1.     Durante un tiempo estudió parásitos en libros de bioquímica; empezó a reproducirlos volumétricamente en escala 50:1, usando gelatinas, siliconas, y otras mezclas caseras; estos seres, como él señala, sólo son definidos por la ciencia en términos del daño que ocasionan a los cuerpos anfitriones y no de vida propia, lo cual le hizo pensar en la arbitrariedad de los sistemas de catalogación. En la búsqueda de emociones más fuertes llegó a conseguir que le dejaran entrar a los laboratorios del Malbrán donde, para su desilusión, comprobó que gran parte del trabajo diario consiste no en mirar por el microscopio si no en cargar y procesar datos en computadoras.
2.     Palabras: Amespil toma una versión digital de un libro de Magallanes y busca con control + B todas las veces que aparece la palabra “indio”. Acto siguiente, analiza qué otras palabras rodean a esa. Repite la operación con un pdf de Ramona y las palabras “nuevo”, o “quiero”, y otras.
3.     Control de calidad: invitado por This is not a gallery a trabajar sobre el espacio de un edificio en construcción, Amespil hace un inventario de materiales y sus posibilidades de transformación a partir de los comandos digitales: cortar, pegar, copiar, deshacer. Deja un litro de alcohol al aire, para que se evapore. Comprueba los efectos de una amoladora aplicada de manera puntual durante un minuto exacto en el mármol, en la madera, en el conglomerado. Hace lo mismo con el fuego. Lleva otros materiales a construcciones casi imposibles, donde la consigna es generar ángulos de 90º. Copia la llave de la puerta de entrada en silicona, una soft versión dirá él, de ese dispositivo de seguridad.
4.     El tiempo: puestos a funcionar a la vez, 60 relojes irán perdiendo sincronía con el paso de los días. En un bloque, sobre una pared, las agujas empiezan a formar figuras geométricas que representan la progresión de una diferencia creciente, y de esta forma, la medición del tiempo se revela como una convención tan arbitraria como falible.

Así entendida, su práctica no admitiría algunas divisiones que estamos acostumbrados a percibir en la producción artística. En el caso de Amespil, no hay un taller separado de los espacios cotidianos, ni una producción que se detiene o deja encerrar en horario de oficina –y vaya que el simulacro de la profesionalización en el arte se ha vuelto una cosa tan tentadora para muchos artistas!-. Hasta la exhibición de piezas puntuales presenta ciertos problemas de taxonomía: ¿cómo decidir qué es lo visible de un trabajo que nunca cesa? ¿cuándo está lista la obra? Las-obras, las sobras, dice él.
La matemática presente en esta práctica convive con tantos otros elementos y se ve unida a un empirismo tan fuertemente sensorial que termina mostrando su costado más material en una jungla de fenómenos casi alquímicos (y la palabra alquimia Al Quimia, La Química, al no disimular su vocación de saber sagrado, quizás haya sido la última versión de una ciencia que aún incluye al sujeto en el saber). Las instalaciones, en ese sentido, sólo alcanzan a recortar partes de un proceso continuo de investigación y de hacer.
Esto es posible verlo en su obra “Materiales para artistas IV" (le puse números de I a IV cada vez que la fotografié desde 2000 hasta 2003 cuando la pude mostrar, dice Amespil),  donde todos estos elementos del paisaje cotidiano se ordenan en estanterías, con un sistema propio de clasificación:

Y también en una muestra que inauguró en agosto en el ECuNHi, el espacio de arte contemporáneo de la Ex Esma. Supermercados consiste en la exhibición de una serie de productos de consumo cotidiano. La acumulación de los mismos se hizo de la siguiente manera: el artista le dio la misma lista de compras a diferentes personas y la misma cantidad de dinero. Con estos dos datos fijos, la persona puede escoger entre ciertas marcas, pero con la consigna de gastar enteramente el monto asignado, con lo cual la ecuación consiste en restar centavos de uno para agregarle a otro producto y viceversa. Este ejercicio más o menos simple sirve para analizar de qué manera se ofrecen las cosas en un supermercado; luego señala las diferencias de precio (y de clase) entre los barrios; también funciona como una especie de retrato de las preferencias personales en el consumo. Pero sobre todo, en su display, los objetos conforman una especie de ábaco postmoderno, en una compleja reflexión sobre el valor monetario y simbólico de la mercadería y la insignificancia de esa supuesta libertad de elección que el marketing ensalza. Esta obra, realizada y exhibida en otras ocasiones, en el contexto del edificio de la Ex Esma parece venir a recordarnos las conexiones entre nuestra economía actual de país deudor y la dictadura militar.

El carácter de estas experiencias permite que sean hechas una y otra vez, siempre con resultados diferentes, dándole por eso protagonismo a la experiencia misma. Frente a este conjunto –ya dijimos, apenas un recorte dentro de una producción más vasta y heterogénea- la sensación que va apareciendo es la de una especie de júbilo por la posibilidad de apropiación de unos mecanismos que parecen estar reservados a la solemnidad y sacralidad del discurso científico. Amespil maquetiza ni más ni menos que los postulados que hicieron nacer a la ciencia moderna, tal como la conocemos, con sus preguntas aún irresueltas sobre los límites entre especulación y comprobación; si bien hay un trasfondo de ironía – es decir: desencanto-  en este accionar, al traernos literalmente estos conceptos al alcance de la mano, nos vemos obligados a admitir que tiene que haber existido un momento en que la creatividad y el conocimiento eran elementos tan inseparables que no había palabras que los distinguieran. De esa antigua, maravillosa identidad, cada vez más infrecuente –o peor, caricaturizada- es que nos hablan en voz muy bajita, pero no por eso menos heroica, estos trabajos.







[i] NBP x yo-tú. Ed. Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Misiones (MAC-UNaM), Posadas, Argentina, 2003. Traducción de Francisco Alí Brouchoud.
[ii]Para situar el discurso del amo, sólo hay que seguir las dos dimensiones fundamentales que ese mismo discurso permite localizar en la vida contemporánea. De un lado, el mundo está hoy poblado de ondas -electromagnéticas, o las que se descubran-, lo que es tanto como decir que cualquier cosa que tomemos en consideración aparecerá sumergida en el campo de la ciencia. Para referirse a esta situación de la ciencia omnipresente, Lacan inventa el término de aletosfera (tal como se dice atmósfera, biosfera, zoosfera, o incluso la noosfera ideada por Teilhard de Chardin). La aletosfera se refiere a un universo en el que sólo circula la verdad, pero aquí teniendo en cuenta que se trata del modo científico de tomar la verdad, la verdad en su valor facial, desconectada de todo sujeto. Este es pues nuestro elemento, el de la ciencia como discurso de un saber sin sujeto, pero que no obstante oculta el artificio con el que se sostiene: el de un Dios que sería la garantía de la verdad. Del otro lado, y como consecuencia de esa aletosfera, el mundo aparece hoy poblado de lo que viene a ser su perfecto contrario: lo que Lacan llama las letosas, término construido a partir de la palabra griega lethé, olvido, y que encontramos en el nombre de Leteo, el río infernal en que las almas bebían para olvidar. Con este término Lacan denomina los olvidos que permite ese elemento de la verdad, olvidos que forman vacuolas, como las zonas de sombra de un radar, o las que llamamos, en nuestra época de teléfonos móviles, las zonas sin cobertura. De estas dos dimensiones proviene la definición de la verdad con la que trabaja el discurso del psicoanalista. La verdad ha dejado definitivamente de conocer lo real; lo real se sitúa en aquello de lo que es imposible demostrar su verdad. La verdad queda protegida por la impotencia generalizada.”
VICENS, Antoni, “Del revés de la trama a la repetición del trazo. Una introducción al seminario XVII de Jacques Lacan El reverso del psicoanálisis.” (Seminario del Campo Freudiano de Barcelona, 16 de octubre de 2004). En http://www.scb-icf.net/nodus/194DelRevesDeLaTrama.htm

[iii] BELTING, Hans: Antropologia de la Imagen, Katz Editores, Madrid, 2007.
En esa obsesión fundamental sobre la materialización de dichas imágenes, bascula, según el autor, la producción entera del arte moderno, llegando a una especie de clímax en el siglo veinte; quizás no sería descabellado pensar que en cierta forma muchos artistas reviven esa macro-historia en su propio camino, aún hoy.

Las cosas tienen



Una obra que siempre me fascinó, y lo sigue haciendo, es ese conjunto que Rubén Santantonín llamó Cosas. Se trató de una serie de bultos hechos de vendas, pedazos de papel, cartón, yeso y pintura, cubriendo una estructura de alambre. Estas cosas empezaron a emerger de la pintura plana, primero como protuberancias y luego se convirtieron en bultos, que colgaban del techo. El artista las presentó por primera vez en 1961. No ha sobrevivido más que una pieza original que pertenece actualmente al Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Petorutti de La Plata, algunos registros fotográficos y unas reconstrucciones que hizo Oscar Bony en 1998, actualmente en posesión del Malba.  Su autor las quemó a todas en una inmensa fogata en el año 1965, enojado por la falta de comprensión que mostró el medio artístico de ese momento. Periférico, tardío, no llegó al arte como “joven promesa” ni tenía el glamour de las estrellas del medio artístico de su época pero lo que dejó antes de morir, en 1969, tiene una chispa intensa e inteligente.
Si situamos la obra en su contexto de producción, en plena década del `60, no podemos negar su alto nivel de radicalidad. Estos bultos eran inclasificables, invendibles, enigmáticos y casi repulsivos. Pretendían ir a contrapelo de la mímesis. En sus propias palabras:
“El arte-cosa (…) intenta denodadamente que el hombre no contemple más las cosas, que se sienta inmerso en ellas con su asombro, su inquietud, su dolor, su pasión. El ARTE-COSA no busca deslumbrarlo, mejorarlo, engañarlo. Busca por todos los medios tocar esa zona de nadie, de la que cada hombre dispone. (…) hay una zona virgen en el hombre imaginativamente paralizado, poéticamente aletargado. Es, repito, esa zona plena de tedio, esa zona de nadie: de nadie porque es la zona del ego; por eso creo en la ego-complicación existencial como medio de invadir esa zona que, al no ser de nadie, es de todos.”

Pese a que la serie formó parte de salones, premios y muestras varias, nunca se la reivindicó como una imagen icónica de su época, como sí lo fue La Menesunda, obra que hizo en colaboración con Marta Minujín (a quien le tocó todo el crédito mediático de esa obra, por un capricho periodístico, si se quiere). Que hoy pudiera estar en el living de un coleccionista nos habla, sobre todo, de la expansión del mercado el arte, o de cómo toda obra puede ser absorbida por el sistema. Y sin embargo el conjunto tiene, aún hoy, algo irreductible: no se la puede simplificar, miniaturizar, ni volver decorativa. Realizada en plena época desarrollista en Argentina, en medio de un enorme optimismo económico y cultural, empapada quizás de una fe en el futuro que nunca recuperamos después de la dictadura que nos golpeó en la década siguiente, esa serie de cosas parece haber sabido algo del futuro. Hay algo en esos bultos amañados que hace pensar en la obra posterior de Alberto Heredia, en el aspecto de una herida vendada sin asepsia. Lejos de la precisión industrial, de la belleza geométrica del minimalismo, lejos de ser un homenaje a su época, esos bultos precarios y efímeros quieren ser apenas el receptáculo de las ideas y sensaciones de sus espectadores, “mirones” como les llamaba Santantonín para definir una forma de relación activa con esas cosas que, a diferencia de un objeto cerrado, están ahí para ser tocadas, miradas, pensadas, interpeladas. Se trata de un proyecto ambicioso en el que el arte se cruza con la filosofía, o intenta hacer filosofía. Se sabe que Santantonín leía a los existencialistas y en cierta forma dialogaba con las preguntas y afirmaciones de esa corriente, por medio de su obra. La desmesura de ese intento me provoca un sentimiento de ternura y regocijo: pienso en un tipo que, desde el culo del mundo, trataba de conversar con las ideas que encontraba en los libros que le llegaban y que pensaba esto como un proyecto colectivo. Si es cierto que el arte tiene sus momentos proféticos, entonces estas cosas se adelantaron a su época. Que su destino final haya sido pervivir en la copia y el relato, esa materia cambiante y subjetiva por definición, es finalmente la mejor consumación posible para esa obra.



Fichas técnicas de las obras en Malba:

Santantonín, Rubén
Buenos Aires, Argentina, 1919 - 1969
Cosa, ca. 1963 – ca. 1998 reconstrucción Oscar Bony
Cartón corrugado, cola, tela y pintura látex
50 x 60 x 40

Santantonín, Rubén
Buenos Aires, Argentina, 1919 - 1969
Cosa, ca. 1963 – ca. 1998 reconstrucción Oscar Bony
Cartón corrugado, cola, tela, y pintura látex
56 x 65,5 x 60



El ojo que nos toca



Sobre "Lo intratable", muestra individual de Silvia Gurfein en Fundación Klemm, octubre-noviembre 2013. Publicado en RADAR, 10 de noviembre de 2013
No es sencilla la situación de la pintura en el arte contemporáneo; se le exigen siempre demasiadas explicaciones, quizás por su sospechosa longevidad en la historia o, quizás, porque su muerte tantas veces declarada obliga a chequear, cada tanto, su estado actual. Y talvez sea por eso que los pintores saben, en algún lugar de su conciencia, que tarde o temprano deberán enfrentarse a los embates de una crisis que, aunque se manifieste como un episodio individual, en realidad da cuenta de las relaciones entre la pintura y el arte de la época. Todo pintor vive, en carne propia y de manera comprimida, la historia y devenir de su medio y los más valientes aceptan el reto de ponerlo a disposición del arte contemporáneo, sabiendo que es una empresa compleja y llena de peligros. Silvia Gurfein pertenece a esta estirpe y su muestra individual en la Fundación Klemm da cuenta de eso. Artista polifacética y refinada, cuenta que un día de 1996 decidió aprender (enseñarse a sí misma, para hablar con mayor propiedad) a pintar y se dedicó concentradamente a eso durante cuatro años. Desplazados quedaron el teatro y la música y un universo nuevo se abrió frente a sus ojos y sus manos. En un tiempo relativamente corto, Gurfein se convirtió en una artista con un lugar propio en el medio local por su obra intensa, delicada y precisa, con un estilo que no se deja encasillar y donde se mezclan algunos rasgos de la abstracción a secas, con fases o líneas mas cercanas a una figuración de corte metafísico, donde la geometría genera estructuras para albergar flores, pájaros, paisajes y cabezas que nos pueden hacer pensar en el simbolismo. En un medio que mira con celo los cambios estilísticos de cada autor, los pasos deben darse con cautela y por eso resulta estimulante ver que nuestra heroína (palabra que Gurfein usó como título de una serie de obras hechas entre 2009 y 2010) dio un salto enorme en esta última obra. Al visitante que llegue a esta muestra le sorprenderá ver en la primer sala un conjunto de catorce pequeños cuadros hermanando textos e imágenes, que funcionan como una obra en sí misma y actúan como una especie de filtro desacelerador: nos proponen una detención y nos impregnan de un vocabulario en relación a la mirada, la pintura misma y la filosofía que nos prepara para lo que viene. Los nombres de sus autores están aparte, para no interrumpir ni condicionar la lectura, como si se tratara de un solo libro hecho de esos fragmentos cuidadosamente elegidos y montados. Las imágenes intercaladas son monocopias que presentan el motivo de una pupila, que luego veremos repetirse en algunas de las pinturas. En una especie de pequeña mesa, un lienzo mediano, casi flotante, nos mira desde su posición horizontal, con un ojo único. Este trozo de tela puede remitirnos a un sudario, por la manera en que está dispuesto, como si recogiera el rastro de un cuerpo ausente.
Una vez dentro de la sala mayor, veremos esta figura del sudario repetirse en unas pequeñas telas que cuelgan en sus cajas de vidrio, como reliquias expuestas al derecho y al revés; en otra mesa reposan unos retazos rectangulares que ostentan manchas de colores y que, en un pestañeo apurado pueden llegar a revelarse como una miríada de ojos que nos observan desde su posición horizontal. Estos pedacitos de lienzo han sido usados a la manera de una venda que, una vez saturada de pintura, dejar pasar el color por su tejido cual si fuera la sangre de una herida.

Entre estos documentos de la acción de pintar, está la pintura misma, en su soporte tradicional: tela y bastidor. Imágenes que parecen pasillos, umbrales, túneles excavados en la pintura misma. Uno de los textos, escrito por la pintora, nos señala: “Excavar es simultáneamente levantar un montículo semejante, que en el ir y venir de la herramienta, siempre acepta una pérdida.” Esta vez no hay líneas rectas dentro de la imagen, no hay bordes netos sino tenues pasajes entre un color y otro, a la manera de Rothko, por saturación de la materia pacientemente aplicada sin dejar rastros gestuales. Los colores se aclaran hacia el centro, donde la luz parece acumularse.
Leemos, en el título, que la exposición está al cuidado de Gastón Pérsico y Cecilia Szalkowicz. Si bien la frase busca esquivar la palabra curaduría, es difícil encontrar otra palabra por la manera en que trabajaron la instalación –en el sentido más primario de la palabra: la puesta en el espacio- de toda esta obra, en continuada conversación con la artista. Sin duda, las decisiones espaciales, el uso del texto, la iluminación que intensifica el efecto de cosa encendida que tienen algunas de estas pinturas, fortalecen la narrativa interna de la muestra y generan el efecto general de encontrarnos dentro de una instalación cuyo discurso habla de la pintura, sus elementos, sus medios, sus herramientas y procedimientos. Es decir, estamos frente a una muestra de pintura pero también estamos en una república con sus propias especies habitantes y reglas de convivencia, con una constitución que reposa en un conjunto de textos literarios y filosóficos. El cuidado, en este caso, consiste en haber sabido leer y respetar la propuesta de la obra, algo que la curaduría no siempre consigue.

¿Qué es lo intratable, entonces, en esta obra, a qué se refiere?
Consultada al respeto, la artista elude toda explicación, y describe en cambio el extraño misterio de la desaparición de la materia entre dos telas, que se da cuando el óleo pasa por el tejido del lienzo usado como filtro sobre el lienzo usado como soporte, un hallazgo casi accidental que inspiró inicialmente este proceso. No parece importar cuánta cantidad se le aplique a la tela, ésta deja pasar sólo unos ínfimos puntos, como una constelación o una frase escrita en Braille. La relación entre la pintura aplicada y lo que queda en la tela no tiene, al parecer, mucha lógica. Gurfein ha hecho una obra basada en este y otros enigmas, intentando hacer visible ese espacio vacío que nos distancia de lo intocable, lo intolerable, lo que no puede ser dicho, ni representado, ni reducido a metáforas. Las obras, en su manera de estar en el espacio, recrean partes de un viaje punteado por sobresaltos y pruebas espirituales, preguntas en torno a la materia, ensayos de medición de la distancia entre la mirada y el tacto, y otros experimentos. El visitante que se quede un tiempo recorriendo este lugar, puede llegar a sentir una luminosidad táctil, algo que no se sabe bien de dónde viene, pero está ahí, quizás en el reverso de sus ojos, tan cercano como inalcanzable.

Lo seco, lo mojado

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Sobre la muestra de Bill Viola en el Parque de la Memoria – Monumento a las víctimas del terrorismo de estado.
  Publicado en RADAR, 11 de agosto de 2012                                                                                   
                                               
Nada garantiza la plenitud de una experiencia artística. Muchas cosas pueden provocarla pero muchas otras también, interferirla. A veces es el ruido de la calle, otras veces el ruido de la mente, o un diálogo que no se arma entre el fenómeno artístico y el espacio que lo aloja. Otras veces las vibraciones de sonidos afines multiplican el volumen y el efecto. Este último es el caso de Punto de partida, la muestra de Bill Viola en el Parque de la Memoria.  Este artista, residente en California desde principios de los 80, es considerado una de las figuras clave en el desarrollo del video como género del arte contemporáneo, tanto por la profundidad de los temas que toca, como por el virtuosismo técnico con el que construye una obra que incluye video monocanal, instalaciones, proyecciones, experiencias sonoras y musicales, ligadas en general a su exploración de las tradiciones budista, sufí y cristiana. A pesar de la relevancia de su figura, esta es su primera exhibición individual en Buenos Aires.
Para verla hay que hacer un pequeño viaje hasta la costanera, uno de los pocos puntos en la ciudad en que la vista del Río de la Plata se ofrece sin obstáculos, generosa y abierta. Una vez allí, para llegar a la sala PAyS se camina bordeando los muros con los nombres tallados de los desaparecidos por el terrorismo de estado. Si pasamos rápido al lado de ese archivo, una cosa que queda en la retina son los números: 28, 31, 35, 16, 22. Raramente sube el promedio de edades de esos muertos, cada tanto vemos un 44, un 50, como rareza en el conjunto. Para cuando llegamos finalmente a la sala, quizás ya estamos pensando no tanto en lo corta que la vida es, sino en el significado irreductible y bárbaro de una masacre como esa, dirigida y perpetrada contra un grupo tan específico de la edad humana. Es decir, llegamos pensando en la muerte no como un hecho natural, sino como una horrible aceleración de la Historia. Si la vista del río pudiera servirnos como consuelo por su belleza, la luz que refulge en su superficie, justo ahí no nos tranquiliza: esta es el agua que devoró silenciosamente a miles de víctimas y ese dato nunca será borrado de la memoria.

La primera y la segunda sala alojan seis obras instaladas: Surrender, Observance, Three Women, Ancestors, The Messenger, Acceptance. La tercera alberga una proyección de The Passing, un video de 54 minutos que se trata, sin duda, de una de las obras maestras en la historia del videoarte. Las piezas van desde el año 1991 al 2012, ninguna de ellas hecha específicamente para esta muestra, sino que forman parte de la producción clásica de Viola, una obra que versa en torno al tema de los ciclos vitales y, sobre todo, de los límites entre la vida y la muerte, el espacio afectivo alrededor de la partida, el momento exacto en que ocurre el desprendimiento, el corte. En ese sentido, las obras de las primeras dos salas tienen una estructura similar: todo prepara para ese momento, todo es la espera de ese segundo en que una figura humana sale de la penumbra, o entra en el foco de la cámara, o se desarma un reflejo en el agua. El agua, sin duda, es un elemento protagónico de toda la muestra y ahí es donde las resonancias de la obra en el lugar se intensifican. Los personajes de estos videos pasan un umbral acuático y al hacerlo se vuelven nítidos, recuperan el color, los gestos y los contornos. En reverso, cada vez que los cuerpos vuelven al agua, los colores desaparecen y todo cobra un tono plomizo. Daría la sensación de que el agua en estas obras cumple un papel simbólico asociado a la muerte misma. La vida es lo seco, el fuego, la luz, el cuerpo y sus ropajes. Siguiendo este sentido, podemos ver esa misma dicotomía en The Passing, un trabajo que Viola realizó en relación a la muerte de su madre. Vemos, aquí y allá, algunas imágenes de una mujer anciana internada, inconsciente, como pequeñas anclas dentro de una deriva onírica por paisajes domésticos y luego desérticos, las luces de un auto en una ruta pedregosa, la llama de una vela, fósforos, faroles, el reflector de un tren. Intercalándose en este recorrido empieza a aparecer el hijo del artista, caminando en la arena, bajo el sol, filmaciones caseras triviales que se vuelven homenajes a la vida, a lo seco. Sólo hay una escena del niño ligada a la humedad y es cuando acaba de nacer, pero en seguida vemos unas manos extendiendo un paño, secando su cabeza. Llegando al final, vemos una escena increíblemente poética: una mesa y una silla en un espacio oscuro, con una lámpara encima, portarretratos, un florero, cosas de escritorio. De repente algo tira de las patas del mueble y todo empieza a caer, en cámara lenta. La cámara lenta es uno de los recursos favoritos del autor, una manera de usar la lente como prótesis para percibir lo que el ojo no vería, pero acá el video nos tiene preparada una sorpresa, no se trata de un efecto de la máquina, sino del medio: la escena entera ocurre bajo el agua y las cosas no terminan nunca de caer. Como si el infierno fuera un reino acuático, como si lo que esperara a los personajes, del otro lado, fuera el líquido informe que diluye la identidad de las cosas y las personas.

Al final del recorrido puede aparecer una sensación de ciclo cumplido pero, extrañamente, también de reversibilidad. Los trucos del video, las imágenes que pueden rebobinarse, verse hacia atrás, ralentizarse, son demostraciones de dominio sobre la materia. La obra de Viola nos señala el dolor irreductible de la muerte, pero también la posibilidad de aceptarla como parte de la naturaleza humana. Al salir de la muestra, en cambio, el sentido es el contrario: primero nos recibe la belleza del paisaje en todo su esplendor. Unos pasos después, volvemos a ver el muro con los nombres y a recordar lo irreversible y lo inaceptable de la Historia.




Punto de Partida
Bill Viola
Parque de la Memoria – Monumento a las víctimas del terrorismo de estado.
Av Costanera- Rafael Obligado 6745
Hasta el 02.09
Curadora institucional: Florencia Battiti
Curador invitado: Marcello Dantas

Su trabajo puede verse en www.billviola.com

Algunos apuntes sobre la Bienal de Venecia, desde adentro, desde afuera, el medio y el costado.


PUBLICADO EN REVISTA DE LA FUNDACION PROYECTO AL SUR, 2011
           

Mi nombre es Leticia El Halli Obeid. Soy artista visual, vivo en Buenos Aires, y fui invitada a una de las muestras que forman parte de la 54ª Bienal de Venecia, con un video que se llama Dictados y que estará siendo exhibido hasta el 27 de noviembre en el Pabellón de Latinoamérica, en el marco de “Entre siempre y jamás”, curada por Alfons Hug y comisionada por el Instituto Italo-Latinoamericano (IILA). El IILA coordina los envíos de países latinoamericanos a la Bienal de Venecia desde 1972; este fue el primer año, sin embargo, que armó una muestra con artistas de todos los países y que obtuvo un lugar dentro del Arsenal. He notado que para describir a ésta, la Madre de Todas las Bienales, la primera en la historia y aún la más fuerte en muchos sentidos, es útil describir su estructura “geopolítica” si se quiere, así que voy a proceder a eso antes de abordar cada cosa.

La Mostra tiene dos sedes principales: el Arsenal y los Giardini. Los Giardini (Jardines) son el espacio originalmente creado para la Bienal y consiste en un parque con un pabellón central, que alberga parte de la muestra principal curada por el curador invitado y los pabellones nacionales que fueron siendo construidos por cada país que pudo solventar el gasto en su momento y la mantención del espacio luego. Aunque sea redundante me parece esencial señalar que el modelo original fueron las grandes ferias universales como las que se hicieron en París y Londres en la segunda mitad del siglo XIX para que cada una de las nacientes naciones mostrara sus avances en la cultura, la tecnología, la economía. El parque tiene entonces sus avenidas principales, bordeadas de árboles, y los pabellones lucen un poco como panteones de diferentes estilos y épocas según cuándo fueron construidos.
El Arsenal fue creado en la Edad Media como astillero –aparece ya en unos versos de la Divina Comedia, de Dante-; luego fue una base naval y la municipalidad de Venecia ha ido cediéndole a la Fundación de la Bienal sucesivas partes del predio, que va sumando superficie ante la demanda creciente de espacio. En el Arsenal continúa parte de la muestra principal y hay también envíos nacionales. Allí, en la parte más recientemente habilitada, Argentina estrenará su espacio propio en el 2013.

Llegué a Venecia el día 30 de mayo. Apenas me asenté llamé a Alejandro Cesarco, amigo y artista que estaba en la ciudad desde hacía un par de semanas instalando su obra en el pabellón de Uruguay. Me invitó a sumarme a un evento con él y el equipo uruguayo (esto de los envíos nacionales por momentos recuerda a un mundial de fútbol): él, Magela Ferrer, artista del envío nacional también, Clio Bugel, la curadora, y los asistentes nos encontramos en la Plaza San Marco, que era un caos de palomas y turistas en sandalias, soleras, codos, rodillas rosaditas de los viajeros fascinados con el verano. Emprendimos el camino hacia el pabellón de Islandia, que estaba en algún lugar de Dorsoduro, el barrio del sur. No sin perdernos como se debe hacer en una ciudad tan laberíntica, llegamos al escondido pabellón, donde había una especie de picnic en un jardín. Los artistas del envío islandés son Libia Castro y Olafur Olafsson, que trabajan siempre en pareja, y la curadora es Ellen Blumenstein, una berlinesa que lleva a cabo un programa estupendo de charlas y conferencias en Berlín, llamado Salon Populaire.
Como éste, muchos envíos nacionales que no tienen el presupuesto para entrar en el Arsenal o los Giardini, deben alojarse en edificios alquilados en algún lugar de la ciudad. Es el caso de México, sorprendentemente, o de Irlanda y muchos otros, y de hecho así eran los envíos argentinos hasta este año (con ese dato en perspectiva no deja de sorprender la esceuta cobertura que tuvo la novedad de tener un espacio en el Arsenal, en los medios argentinos. Quizás no sea descabellado pensar que es otra de las tantas cosas que caen en la zona de conflicto de los medios, que no quieren darle ninguna relevancia a ninguna cosa que sea un acierto político del gobierno). Desparramados lánguidamente en el jardín había muchos Artistas Contemporáneos. Mucho beige y mucho azul marino, caras lavadas, boca y esmaltes rojo tomate, mucha bolsa de tela, todo sobrio pero todo sofisticado.
Sí, el mundo del arte se está volviendo más y más sofisticado, no es ninguna novedad, todos parecían habitués de la Costa Azul, en una noche de agradable y relajado encuentro social. Subí a la terraza, donde había una instalación sonora –grabaciones hechas con fragmentos de antiguos textos griegos, leí después que era una selección en relación al género y lo étnico. Sobre una pared, un gran cartel de neón decía Il tuo paese non esiste. La obra en general estaba dedicada al tema de la descomposición de lo nacional, justamente.


El día siguiente, martes 31 de mayo, era la preview de la Bienal, un día de puestas a punto, con ingreso restringido sólo a los artistas, curadores y periodistas. Para eso teníamos unas entradas con código de barra que había que mostrar junto a un documento de identidad. Entré y llegué enseguida al Pabellón Latinoamericano, al final de una zona que se llama Artiglerie. Nuestro espacio tiene techos altos de vigas, es como un granero inmenso. En las paredes laterales se ubican los videos, proyecciones muy nítidas, y con el sonido individualizado que aún así se ve arrasado por el sonido del video de Martín Sastre, una canción de Guns N Roses que me animo a decir que todos los artistas de la muestra hemos llegado a odiar. Al medio están la obra de Julieta Aranda: una pila de ladrillos acompañados de la palabra Yesterday en un volumen de metal negro; la carpa wichí de Olaf Holzapfel; unos restos de libros como en sustratos arqueológicos, de Sebastián Preece y en otras dos vitrinas, la obra de Regina Galindo: un león dorado pequeño y en un cojín morado las emplomaduras de las muelas de la artista, que se hizo rellenar los huecos de la dentadura con oro, en Guatemala, y luego un dentista en Berlín le retiró el metal, que es lo que se ve en la caja ahora, en un intento de señalar el destino de vaciamiento de las colonias americanas. El león a su vez es una réplica del premio que la misma artista ganó en la 51ª Bienal (2005), viéndose obligada a venderlo luego por necesidad económica.

A la vuelta de ahí está uno de los polos más polémicos de la Bienal: el pabellón nacional de Italia, curado por Vittorio Sgarbi. Debo confesar que entré al espacio confundida, pensando que era el pabellón de China, que estaba al lado en realidad; y por largo rato pensé “qué irónicos, qué inteligentes, cómo se burlan de la tradición occidental y de sus propias relaciones con ella, qué fantástico”, etc. etc.. La muestra consiste en una especie de bazar repleto de pintura y dibujos que parecen amontonarse para acumular metraje. Me recordó a mis épocas de estudiante en Córdoba, cuando cursaba con trescientas personas más en un espacio que nunca alcanzaba, y en los caballetes se reproducía una miríada de imágenes figurativas, estilizadas, romantizadas, desnudos, rostros, miembros, colores expresionistas, mucho gesto; en fin, un repertorio de formas salvajemente afectivas y ochentosas, a mitad de camino entre la Transvanguardia italiana y lo telúrico. Eso mismo se veía acá: pintura en mosaicos, en paneles, en estantes, apilada, mucho, mucho de todo, sobre todo mucho kitsch involuntario, sin ironía. El nombre de la muestra es “El arte non é Cosa Nostra”, que debería traducirse como “El arte no es mafia”, aludiendo a la supuesta amplitud de criterios en la selección. Pero, de manera un poco más pícara, podríamos leer literalmente “El arte no es cosa nuestra”, es decir “El arte no nos importa”. O quizás directamente “Odiamos al arte”. En ese sentido, Sgarbi es un exponente de una especie particular dentro de la institución: aquellos que odian al arte actual. Gente que ha perdido la curiosidad, o que no se siente contenida ya en las formas del presente, quién sabe las causas, lo qué sí es cierto es que no es el único y como él hay muchos en todos lados, más de lo que parece.

Seguí un poco más y atravesé el pabellón chino, cuya sutileza contrasta con el italiano fuertemente: un espacio oscuro, vaporoso, dedicado al olfato. Unas máquinas liberan una especie de humo húmedo, con diferentes olores, y en el piso cientos y cientos de pequeñas vasijas se van humedeciendo y gotean. Afuera, una nube gigante de algún material indescifrable sopla vapor rítmicamente también. Seguí caminando, siguiendo música de guitarras eléctricas y me encontré con una escena muy divertida: entre los árboles, un grupo de hombres tocaba una canción furiosa, mientras otros dos, vestidos con ropa de amianto, sacaban vidrio fundido de un horno y lo volcaban en el pasto. Era la performance de Gelitin, un colectivo vienés que realiza acciones, instalaciones y obras varias desde los 70.

Fui entonces al espacio argentino: la obra de Adrián Villar Rojas me pareció muy impactante. El espacio está ocupado por un bosque de columnas grisáceas, mezclando unas formas geométricas con otras orgánicas, un poco de ciencia ficción, otro poco de comic, y curiosamente, no parecen construidas sino talladas, como si hubieran sido esculpidas en unas barrancas del Paraná. La luz halógena cenital enfría mucho el espacio, me hizo pensar en la luz de la caminata lunar de 1969, esa que todavía no sabemos si fue cierta o no… en fin, me hizo pensar en el pasado, en la capacidad de las formas para aludir a la memoria, en cómo las formas heredan ideas, y la modernidad dejó en Argentina unas formas truncas con las que convivimos, incluso reciclando muchas veces esas ruinas. Creo que la obra en su idea y en su factura ya estaba muy testeada porque es parte de un proceso previo de mucho trabajo, pero la elección de las formas tiene sus riesgos y los asume con coraje.

En la sala siguiente está el envío indio, con cuatro artistas de diferentes edades y medios. Entré a buscar a Praneet Soi, que está casado con una artista cordobesa, Irene Kopelman. Los encontré a los dos, era surrealista vernos ahí. La obra de Praneet es un mural inmenso, con unas figuras humanas que flotan en el espacio, mezclándose con otras formas. Lo acompaña un humilde proyector de diapositivas que muestra imágenes de artesanos trabajando, unas imágenes muy hermosas también. Desde allí seguimos el paseo con Irene, en la búsqueda de otras dos amigas: Amalia Pica, artista argentina, que había quedado demorada en el aeropuerto por una huelga del vaporetto, y Mariana Castillo Deball, artista mexicana que estaba, como Amalia, en la muestra central también. Atravesamos el Arsenal en dirección opuesta y en breve logramos encontrarnos con las dos, que estaban un poco atribuladas por el retraso, una, y por algunos problemas técnicos, la otra. Decidimos ir a los Giardini inmediatamente.

La muestra central fue curada este año por Bice Curiger, una historiadora del arte, curadora y crítica suiza que tiene por supuesto una trayectoria impresionante: curadora del Zurich Kunsthaus desde 1993; fundadora y coeditora de la revista Parkett desde 1984; desde 2004 dirige la publicación “Tate etc”, entre otras cosas. El título que le puso, Illuminations, señala la extraña pirueta conceptual que intentó hacer al trabajar con dos temas gigantes en sí mismos: la luz, y el concepto de nación.  Abriendo el pabellón central, tres enormes pinturas del Tintoretto son la primera imagen. Por la poca luz y el amplio espacio de seguridad que hay ante ellas se torna un poco incómodo verlas. Ello lleva a preguntarse inmediatamente si fue oportuno haberlas quitado de sus espacios originales, en la misma ciudad. Luego en un primer vistazo lo que percibí fue la extremada homogeneidad de las obras reunidas.  Parecía que la elección hubiera recaído en las obras menos impactantes o representativas de cada artista, y en muchos casos era incluso difícil identificar al autor, como en la pintura de Sigmar Polke, que se parecía extrañamente a otras pinturas de otros artistas presentes. Todo tiene un tono bajo, apagado, ese mismo color crema que se ve en la ropa de esta temporada en Europa; esa fue mi primera impresión.  Con los días y las sucesivas visitas al lugar fui encontrando mucha más riqueza en cada cosa y pude apreciar, sobre todo, la falta de espectacularidad de esta muestra. Ahí está Cindy Sherman, con una serie de fotos pegadas a la pared: ella misma, sin pintura, con la cara desnuda y unos atuendos ridículos, sobre un trasfondo de paisaje dibujado como los grabados del siglo XVIII, bellos y geométricos jardines de la Ilustración y adelante esta especie de ama de casa entre almodovaresca y heroica. Pipilotti Rist, con una obra pequeña y lúdica, tres proyecciones de video sobre pintura veneciana de género “veduta”, también del mil setecientos; una instalación de Gabriel Kuri muy austera y poética; y la obra de Amalia que, para no pecar de amiguismo, voy a describir citando a un crítico que la elogió como una de las pocas obras que logró el difícil cometido de integrar esos dos temas: la luz y lo nacional (Adam Kleinman, abajo el link). Sobre una pared, un par de reflectores proyectan dos círculos de luz que forman el diagrama de Venn, de la teoría de conjuntos. Bajo ese dibujo lumínico, una frase escrita a lápiz sobre la pared nos cuenta que, durante al dictadura argentina, la teoría de conjuntos fue prohibida en las escuelas por considerarse una enseñaza subversiva. En la pared de enfrente, cuatro enormes hojas de papel reproducen a gran escala diferentes tipos de hoja de cuaderno Rivadavia. A un costado, una tablita con horarios de clases y recreos y una campana de hierro fundido, en el piso, nos recuerdan la compartimentación del tiempo escolar. Memoria, historia y política se mezclan sutilmente en esta obra que, según Kleinman, “no sólo tiró una luz sobre la naturaleza bizarra del mandato, mientras revelaba el miedo inherente del vencedor al poder potencial que aparece cuando dos grupos hacen contacto, sino que además en su comprensión del comportamiento de la luz produjo una síntesis de muchas capas. Fundida en el medio entre dos colores había una zona más brillante de luz que señala la necesidad de vigilar todo viraje de color político y nacionalista.”  La performance esporádica que completa la obra consiste en el encuentro entre dos personas desconocidas que tienen que sostener un cordel con banderines durante varias horas.


El día miércoles 1º de junio empezaron las inauguraciones de cada pabellón, una por una, desde las 10 de la mañana hasta las 7 de noche, horario en que cerraban los predios; esta especie de rutina iría a seguir por los siguientes tres días. Estos eventos no son públicos –la apertura al público general fue recién el sábado 4 de junio- pero sí son muy concurridos y esto fue una sorpresa abrumadora. De repente era complicado circular por los lugares y las esperanzas que algunos habíamos tenido de llegar a ver la muestra entera antes de la apertura oficial se desvanecieron rápidamente. Hacer cola se volvió imperativo para casi cualquier cosa y entre el calor, la euforia general y los apretujones, las neuronas que ya estaban un poco saturadas empezaron a colapsar. Cuando pienso en esos días vuelvo a sentir una especie de aturdimiento y cansancio y enseguida logro rememorar el dolor de pies que sentía cada tarde después de tantas horas de estar dando vueltas, con un bolso que se iba llenando de papeles y libritos y flyers. En uno de esos recorridos erráticos entré al pabellón de Uruguay y vi, en una pantalla mediana que parecía estar casi suspendida en el aire, una imagen de mi casa que en ese momento de aturdimiento me impactó de lleno. Alejandro Cesarco había usado mi casa como locación del video, una pieza delicadísima que retrata el diálogo entre amoroso y literario de una pareja. Estuve en el rodaje, en febrero, y memoricé incluso cada línea del diálogo; pero cuando vi en la imagen mi mesa, mis libros, la ventana y el árbol que se ve desde mi departamento en Buenos Aires, ahí, me pareció que todo era como un rompecabezas extraño, cuyo significado secreto se me escapaba. Fue un momento de extrañeza y de descanso a la vez.
También encontré refugio en algunas de las obras más audiovisuales, que no abundaban. En general vi proyecciones medianas, de obras filmadas con estándares de cine, y una tendencia a la ficción, como en los videos de dos artistas británicos que, por separado, generaban algo similar: Emily Wardill y Nathaniel Mellors, cada uno despliega mundos absurdos, ella con unas filmaciones muy enigmáticas que mezclan escenas de telenovela con imaginería medieval, él con una ficción surrealista sobre una familia de locos que vive en la campiña y es visitada por un personaje que va tomando control del lenguaje. Las dos cosas me parecieron preciosas y muy intensas.

Ese día al atardecer, fuimos con Alejandro al coctel del envío sueco, que era en el jardín de un palacete. Entre los árboles lo vimos deambular a Joseph Kosuth, lo cual por supuesto me dejó sin palabras. Más tarde la galerista de Alejandro nos llevó a comer a una fonda muy escondida que ella conocía de sus sucesivos viajes a Venecia y hablamos, entre otras cosas, de Katherina Sieverdings, una fotógrafa alemana que fue alumna de Beuys, ahora es profesora en las escuelas estatales de Berlín y Düsseldorf, y tiene una obra autorreferencial muy fuerte, pero que no es muy conocida fuera de Alemania. Al día siguiente la vi caminando por los Giardini y me hizo mucha gracia esa inmediatez pero sobre todo me reforzó la sensación de que estaba caminando por las páginas de una enciclopedia del arte (una enciclopedia eurocéntrica, por supuesto). Aunque parezca demasiado libresco el antídoto, en esos días de sobredosis de información una cosa que me sirvió fue el libro de Sarah Thornton, que releí durante el viaje; tanto por la exactitud de sus descripciones como por la inteligencia de sus interpretaciones, “Siete días en el mundo del arte” ayuda a conservar una perspectiva general del estado de cosas y a temperar también esos subibajas de la temperatura que se experimentan en momentos así: calor, mucho calor, entusiasmo, euforia, tibieza, frío, frío helado, intemperie, todo sucediendo siempre a mucha velocidad.



El jueves 2 nos dedicamos a visitar los pabellones nacionales más tradicionales, con Julia Grosso y Martín Cortés, los directores de 713, la galería en la que estoy desde hace unos meses. El de Rusia estaba curado por Boris Groys y entramos con entusiasmo pero nos topamos con un conjunto muy árido de materiales documentales sobre un colectivo que surgió en la Unión Soviética en la década del 70 y existe aún hoy. Inglaterra y Japón tenían unas colas larguísimas, así que nunca llegué a entrar.
Entre los pabellones que más me impactaron están el de Estados Unidos, el de Polonia y el de Suiza.
El envío norteamericano está integrado por la pareja de artistas Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla. La propuesta es monumental y agresiva, en todo sentido. Lo primero que se ve es un tanque de guerra apostado fuera del pabellón neoclásico, dado vuelta de suerte que la oruga queda arriba y el cañón se apoya en el piso. En una síntesis literal pero no por eso menos brillante, conectaron una cinta de correr a la oruga, que se activa cada cierto tiempo, haciendo un ruido espantoso y sirve de plataforma para el entrenamiento de dos gimnastas que se alternan para correr 15 minutos cada hora. Dentro del pabellón, recibe al espectador una cama solar, abierta y funcionando, que alberga una especie de estatua de la libertad enana, y grotesca. En el segundo salón, unas réplicas escalofriantes de los asientos de primera clase de American Airlines, hechas en madera primorosamente tallada y patinada, de tal forma que las arrugas de la tela y de los materiales blandos se reproducen mostrando la veta del material. En una sala a oscuras, una videoproyección muestra a un hombre haciendo bandera con su cuerpo, encaramado a un palo. En el último espacio, antes de salir, un órgano de iglesia se combina con un cajero electrónico, de tal forma que si alguien extrae dinero, el órgano suena con una melodía atronadora.  En general se le criticó a la propuesta su alto nivel de gasto, su efectismo, su espectacularidad. Tantas críticas oí antes de verla que llegué con escepticismo pero debo decir que me pareció una de las obras más profundamente políticas de toda la bienal, contundente, inteligente y jugada. La conexión entre la guerra, el deporte, el furor por verse bien, la compulsión del viaje y la sacralización del dinero y el consumo retratan con exactitud a la sociedad que aún rige los destinos del mundo, y en ese sentido, la obra de Allora y Calzadilla es puro naturalismo, sin afectos ni efectos.

En cuanto al gasto del presupuesto público… bueno, mal que nos pese a los artistas gasoleros, que hacemos siempre con poco, esa no siempre es una medida interesante de las cosas. Si el millón de dólares que se rumoreaba que costó el tanque de guerra, sirvió para desviar algo del presupuesto que Estados Unidos destina a sus empresas bélicas y si lograron sacar un tanque de su circuito, ya con eso se podría afirmar que los artistas han logrado algo excepcional.  Quiero decir, por momentos somos todos tan escépticos en cuanto a la posibilidad de existencia o utilidad de la crítica, más si la misma proviene desde muy adentro del sistema, que nos parece casi un desperdicio entregar la obra a ese cometido. Sin embargo estos dos artistas deciden redoblar la apuesta y el resultado es indigerible. No me parece poca cosa.

Polonia tomó una decisión interesante también, llevando a Yael Bartana, la videasta israelí, con una obra realmente escalofriante. Se trata de tres piezas de unos diez minutos cada una, que muestran el surgimiento de un partido que aboga por la vuelta de los judíos de Israel a Polonia. Al final, el líder del partido, un joven idealista, es asesinado en un atentado. Lo más impactante, sin embargo, es la estética elegida para la primer parte del relato: jóvenes bellos y fuertes trabajando, cargando madera, armando un kibutz, enseñando el idioma, descansando todos juntos bajo un manzano; la imagen da nacionalsocialismo puro. Para mi sorpresa, en unas entrevistas que leí después, Bartana no se lo toma con mucha ironía.

Suiza tiene a un Thomas Hirschhorn más pasado de vueltas que nunca. La instalación se llama “Cristales de resistencia” y muestra una reunión de objetos de consumo ya descartados y clasificados en grupos formales o de funcionamiento: celulares; asientos de plástico; asientos de colectivos; Barbies; revistas de chimentos; maniquíes; botellas; botellas rotas; televisores; colchones; mapas; libros; etc. Muchos de ellos están forrados de papel plateado y marcados con cristales en bruto, adheridos por medio de cinta de embalar toscamente enrollada alrededor, haciendo texturas. Es una obra de paradojas, pues parece dedicada a la superficie de las cosas pero, sobre ellas, el cristal parece actuar como una especie de kryptonita, un amuleto destinado a extraer la energía maléfica de esos gadgets responsables de atribular nuestra vida cotidiana. El contraste entre la fealdad de esos objetos y las ideas usualmente asociadas a la perfección del cristal generan una atmósfera de locura. En el conjunto, las fotos de cadáveres violentamente mutilados –fotos periodísticas claramente- son como una especie de perforación en la escena. Nada logra banalizarlas y contrastan con los colores y las formas de todo lo demás. Hirschhorn nos dice que todo el tiempo estos mundos están conviviendo, que ninguno logra hacer desaparecer al otro, pero que tampoco hay nada que mitigue esos contrastes.

Otras curiosidades de los envíos nacionales son Dinamarca, que invitó a un conjunto de artistas estrictamente no daneses, o México, que eligió a Melanie Smith, una artista inglesa que llegó al DF para la misma época que Francis Allÿs y se autoadoptó; parece que su elección como representante nacional enfureció a muchos en México.
Otra que fue criticada con mucha saña fue Dora García, la artista del envío oficial español. Fernando Castro Flores, su compatriota que estaba curando el envío oficial de Chile, escribió un artículo sobre el pabellón español en el sitio creado por José Luis Brea, Salon Kritik, bajo el título “Curiosidades venecianas”. La respuesta de la artista, muy enojada, se puede leer en www.theinadecuate.net, el sitio web sobre su obra que es una performance en cambio permanente.
El Pabellón de Egipto tiene una historia negra este año: su artista, Ahmed Basiouny, fue baleado durante las protestas de enero contra el régimen de Mubarak, en la Plaza Tahir de El Cairo, y la muestra combina parte de su trabajo con documentación de las protestas, filmadas por el artista mismo, nada de lo cual era visualmente muy interesante.
Alemania también tuvo que hacer una muestra postmortem ya que su artista elegido murió en septiembre del año pasado, de cáncer. Christoph Schlingensief, un fluxus venerado y odiado por partes iguales en Alemania, alcanzó a planificar una parte de la obra pero la instalación final, que asemejaba una capilla, fue un trabajo entre su viuda y la curadora, Susanne Gaensheimer, quienes recibieron el premio a la mejor contribución nacional. La instalación es tremendamente fúnebre y el hecho de que se haya llevado el premio deja una sensación de que algunas cosas están decididas de antemano por no se sabe qué ecuación de “lo correcto”.
El premio a la trayectoria fue compartido entre Franz West y Eliane Sturtevant.
Chris Marclay recibió el León de Oro, por su obra que era realmente un prodigio dentro de la muestra general. Consistía en fragmentos de películas de todas las épocas, cortadas en los momentos en que se hace referencia a algún horario en particular. Los actores miran o preguntan la hora, la comentan o aluden a ella. Sin saber esto al principio me hizo gracia la repetición de la hora 4; luego vi las 4:05, y las 4 y cuarto, y recién ahí noté que ése era el horario real y así, el video dura exactamente ¡24 horas! The Clock es el apogeo de una obra dedicada a la imagen en movimiento y a su principal materia prima: el tiempo.
El León de Plata (que es una especie de premio a la “joven promesa”) fue para un artista británico, Haroon Mirza, que tiene su obra repartida entre el Arsenal y los Giardini. El sugestivo título es “El A-pabellón de entonces y ahora”.  En el pabellón principal de los Giardini, una serie de artefactos sonoros y de video se conectan en una red aleatoria y en un rincón se ve un recipiente de vidrio de boca ancha, apoyado sobre un parlante que, al vibrar rítmicamente, hace saltar una pepita de oro de 9 gramos. La pepita está al alcance de la mano de cualquier espectador.
El ambiente que construyó en el Arsenal, siguiendo la forma exacta del otro, es una especie de cuarto insonorizado, cubierto de picos de goma espuma gris; del techo pende un círculo de LEDs, como una corona de un metro de diámetro, que sube y baja de intensidad hasta apagarse por completo. La acción tiene su correlato sonoro y a pesar de su simpleza es físicamente muy impactante, invita a quedarse un largo rato experimentando esa secuencia casi hipnótica, una obra de cuatro dimensiones, tecno y escultórica a la vez, elegante y potente.


El viernes 3 de junio inauguraba todo el sector del Artiglerie, dentro del Arsenal: India, Croacia, Turquía, Argentina y Latinoamérica.

Desde el mediodía se percibía un clima de cierta agitación. La visita de Cristina Kirchner estaba anunciada para las 12.30 originalmente pero se pasó para las 4 de la tarde. Mientras tanto inauguró el pabellón Indio y el de Latinoamérica. Alfons Hug nos presentó a Paolo Baratta, el director de la Fundación Bienal, una especie de leyenda; el señor me preguntó por mi video, le conté que lo había filmado en un tren que salía del centro de Buenos Aires, me preguntó el nombre de la estación, le dije Retiro, y me miró, muy poco convencido, y me porfió que la estación tenía otro nombre, un nombre de prócer. El flujo de gente era una cosa impresionante y fue bastante caótico todo.
Cerca de las 4 el espacio había convocado a periodistas, funcionarios públicos, artistas, críticos, coleccionistas, en su mayoría argentinos. La Presidenta llegó un poquito antes y después de saludar entró a la muestra de Villar Rojas donde conversó con el artista y al cabo de unos 20 minutos partió seguida de una nube de guardias y periodistas. Quedaron atrás los invitados especiales: Renata Schussheim con su trenza a lo Frida Kahlo pero roja, Marta Minujín, alabando el arte (eso es lo que más me gusta de ella, su fe inquebrantable en el arte), García Uriburu con una camisa verde fosforescente, del mismo verde que usó para teñir las aguas venecianas en 1968 y mucha otra gente que había viajado especialmente. Un par de horas después fuimos llegando al edificio donde está la sede de la Fundación de la Bienal, donde la presidenta recibió la llave de la ciudad de manos del intendente de Venecia y, en un discurso impecable, hizo el anuncio oficial sobre el comodato del futuro pabellón argentino. En el mismo edificio comenzaba a esa hora el festejo final que la Fundación Bienal hacía para agasajar a los artistas y curadores. El ingreso para este último evento era tan pero tan restringido que muchos no quisieron ir porque no podían llevar a sus parejas o acompañantes. Una pena, porque el brindis era en una terraza en el cuarto piso que daba al Canal Mayor, frente a la Punta Della Dogana, la vieja Aduana de Venecia (que hoy alberga parte de la colección Pinault), sin duda uno de los lugares más bellos del planeta. El sol se estaba poniendo y las luces de la ciudad se reflejaban en el agua que se unía al cielo en una mezcla de azules y naranjas que parecía pintada con alguna sustancia viscosa. Me puse a charlar con Bjorn Melhus, un artista alemán que estaba en la misma muestra que yo, pero curiosamente no nos habíamos conocido todavía. En realidad no era tan curioso, llegamos a la conclusión. En cierta forma parece que en esos días los circuitos que se ponen en juego ya están construidos desde antes, o nada. El mundo del arte va a repasar sus caminos ya trazados, a poner a punto la sinapsis entre unas células que ya están conectadas.  Quizá sea la forma que todos tienen de no colapsar bajo el peso de tanta información nueva: reiterar, reencontrarse con lo conocido, repensar las cosas que ya saben, ejercitar formas de la reafirmación.

Teníamos el dato de que había una fiesta muy grande en el pabellón de Islandia, y hacia allá empezamos a dirigirnos. La calle bullía, hacía calor y había mucha, mucha gente, por todos lados. Camino a Dorsoduro, Bjorn habló con unos amigos que ya se habían ido de la fiesta porque estaba superpoblada y nos invitaron a sentarnos, cerca de ahí, en la Piazza Margherita. Nos desviamos y llegamos al lugar, que también estaba lleno de gente, sentada en mesas o en el piso, los más jóvenes. En los bares de alrededor los mozos no daban abasto así que lo más práctico era ir hasta alguna barra y comprar proseco, una mezcla de vino blanco y champán que es muy popular, o Spritz de Aperol o de Campari, las bebidas del verano veneciano. Los amigos de Björn eran unos alemanes muy simpáticos, compañeros de la escuela de artes de Düsseldorf o Colonia, no sé, alguna cosa allá lejos y hace tiempo. Y así, sentados en un banco de plaza, tomando en vasitos de plástico, terminó la Bienal de Venecia para nosotros.



Sitios web:

Sitio oficial de la Bienal

Universe in universes, especial de la Bienal:


Lo inadecuado, de Dora García


Salon Populaire


Una muy buena reseña visual en el blog de Pablo León de la Barra:


Illuminations, por Adam Kleinman

Los premios de la Bienal

Haroon Mirza

Artículo de Fernando Castro Flores sobre Dora García en Salon KritiK

Mujeres argentinas en Venecia, por Sara Echezarreta

Amalia Pica en Bola de nieve

Alejandro Cesarco

Mariana Castillo Deball

Irene Kopelman en Bola de Nieve

Bjorn Melhus